Maite Azuela
Con la
alternancia del 2006 la euforia por consolidar la transición democrática
despertó el natural interés de construir un nuevo pacto social. Perdimos la
oportunidad para dotarnos de reglas nuevas que constituyeran un contrato
nacional actualizado, con el objetivo de colocar al ciudadano en el centro de
la vida pública. Fue un momento clave para capitalizar el entusiasmo que
generaba dejar atrás el gobierno del partido hegemónico y más de medio centenario en el que la oposición
sólo jugó un papel secundario en la toma de decisiones.
Pueden ser
muchas y diversas las razones por las que ni Vicente Fox ni Felipe Calderón se
decidieron a ser los impulsores de esta labor. Habrá quien interprete su omisión
en términos de imposibilidad político-estructural, habrá quien lo lea como un
acto consciente de autolimitación. El hecho es -como comenta Cesar Cansino- que contando con todo el trabajo que impulsó
Porfirio Muñoz Ledo en la Comisión de estudios para la Reforma del Estado, Fox
disolvió el esfuerzo con la típica práctica dilatoria que convoca a mesas de
diálogo para convertir lo que debía ser una decisión de Estado en un proceso
burocrático. Así abandonó disimuladamente la causa. Lo mismo sucedió con el
proyecto de reforma del Estado, cuya comisión legislativa encabezó Manlio Fabio
Beltrones, que a pesar de la cantidad de recursos económicos con que contó, no
produjo un solo cambio. Calderón tenía menor capital político que Fox así que
midiendo su fuerza lanzó un proyecto de reforma política mutilado desde su
gestación. Sabemos ya todos lo que ha
resultado de esa iniciativa, que además
puede de quedarse sin ser aprobada en los congresos locales, una vez terminado
este sexenio.
El tema se
diluye si se olvida. La atención ahora se concentra en los procesos
electorales. Se colocan todas las expectativas de cambio en quienes van a
ocupar la silla presidencial. Y parece que los aspirantes a sentarse ahí no
tienen en mente la necesidad de una nueva Constitución. Vázquez Mota porque, a
pesar de ella misma, representa la continuidad de los gobiernos panistas que no
tuvieron la habilidad ni la determinación para reconstruir el marco normativo
en el que la democracia no fuera un reducto de los procesos electorales. Peña
Nieto y su partido tuvieron intentos, incluso durante las dos últimas
legislaturas, de construir mayorías artificiales y cerrar los procesos
democráticos a sistemas representativos piramidales, cancelando cualquier
posibilidad de aspirar a sistemas democráticos participativos. López Obrador no
puede ahora renunciar a la autocontención para no asustar a quienes pueden
verlo como un peligro, pero en su discurso tampoco se deja ver alguna intención
de recurrir a un nuevo constituyente para habilitar reglas distintas. Tampoco
hay en los discursos de quienes pretenden ser legisladores alguna señal de que
impulsaran una reforma integral de largo plazo.
El tema no
parece ser apropiado en este momento. En los cálculos de los candidatos hablar
de una nueva Constitución resta puntos. Sin duda replantear la Carta Magna
tiene riesgos. Lo menos que genera es escepticismo. Las dudas se pueden disipar
con argumentos, pero la alerta puede enquistarse en el temor a un retroceso
autoritario. No es en los partidos ni en los candidatos en donde veremos el
impulso de un cambio jurídico integral, porque saben que sus privilegios
correrían riesgo.
Serán los
integrantes de la academia, los intelectuales, la sociedad civil organizada,
los activistas y estudiantes, quienes den hilo al tejido de este nuevo pacto. El
esfuerzo que tiene ya avanzado el Instituto de Estudios de la Transición
Democrática (IETD) para repensar nuestro sistema político como un modelo
parlamentario con miras a resolver la desigualdad, el foro convocado por La
Asamblea Nacional Ciudadana (ANCA) la semana pasada en Jalisco para reflexionar
sobre las posibilidades de contar con una nueva Constitución, la agenda que el
movimiento #yosoy132 genere una vez superado el proceso electoral y los
acuerdos de la Cumbre Ciudadana, son semillas que pueden darle vida y
articulación a este proyecto.
Suena
descabellado pero vale la pena imaginarlo. Amanezcamos el 5 de febrero de 2017
con una Nueva Constitución en la que no nos conformemos más con una democracia
representativa y aspiremos a ser una democracia participativa con una sociedad
igualitaria.